Idoru, William Gibson

Chia sospechaba que la percepción del tiempo que tenía su madre difería de la suya en términos radicales y misteriosos. No simplemente porque un mes no era para la madre de Chia un período demasiado largo, sino porque el “ahora” de ella era algo reducido y literal. Su madre, pensaba Chia, era gobernada por las novedades. Alimentada por cable. Un presente sincronizado a cada instante con el informe de tráfico de un helicóptero. El “ahora” de Chia era digital, cómodamente elástico, una evocación instantánea sustentada por un sistema global que ella nunca se había molestado en comprender.


Tenía la intuición de un cazador de modelos de información: las señales que un particular creaba inadvertidamente en la red mientras observaba los asuntos mundanos y aun así indefinidamente múltiples de una sociedad digital. El déficit de concentración de Laney, demasiado leve para registrarlo en una escala, hacía de él un innato zapper de canales, saltando de programa en programa, de base de datos en base de datos, de plataforma en plataforma, de una manera que era, bueno, intuitiva.


Decía que no tenía mucho sentido pensar en lo que uno podría hacer si tuviera demasiado dinero, porque la mayoría de la gente nunca tenía ni siquiera suficiente. Aseguraba que era mejor tratar de averiguar qué significaba con exactitud la palabra “suficiente”.


Es más fácil desear y conseguir la atención de decenas de millones de absolutos extraños que aceptar el cariño y la lealtad de las personas más próximas.


En el caso de que se llegara a producir una autentica IA, lo más probable era que nadie pretendiera que pareciera humana. Laney recordaba haber monitorizado una conferencia en la que el sujeto del episodio de Slitscan declaraba que era posible que la inteligencia artificial se creara accidentalmente y que los seres humanos no la reconocieran al principio como lo que era.

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